
Alguna vez llegué a subestimar la labor de un docente, profesor o maestro, aquella capacidad para transmitir conocimiento, en muchas ocasiones con ardua pasión y anhelo en el aprendizaje de quienes escuchan de sus saberes.
No sería sino hasta aquel sábado 9 de noviembre que entendía mi gran error, pues, tras ponerme en sus zapatos para explicar a personas de cualquier edad nuestros experimentos, se me presentó en un inicio como una tarea desafiante, con el corazón a mil por hora y un continuo pensamiento de “debo ser lo más claro posible”, comprendí que las virtudes para transmitir conocimiento, no solo se basa en saber del mismo, sino dominarlo, mostrar serenidad, paciencia, y sobre todo pasión para captar la atención de niños y grandes.
Aquel día entendía que la ciencia no es únicamente enseñar con un marcador y un pizarrón cientos de ecuaciones, va más allá, se trata de desembocar emociones, de picar la curiosidad de quienes nos prestaban atención, de generar asombro con situaciones tan cotidianas que a veces pasan desapercibidas ante nuestros sentidos.

La ciencia está en todas partes, desde una rueda de bicicleta para explicar el porqué es posible manejarlas sin manos, hasta una silla giratoria con el fin de comprender aquella habilidad innata de las patinadoras sobre hielo o de bailarinas de ballet para mantener una alta velocidad en sus saltos y giros en el aire. Principios que formalmente se conocen como la conservación del momento angular y de la energía respectivamente, son intrínsecos en el día a día.

Dicen que la paciencia es virtud de sabios, y fue en esa mañana soleada que dicha frase hacía un continuo eco en mi cabeza, cuando tras una explicación sobre el experimento de la silla giratoria un señor de mediana edad se acerco conmigo a preguntarme un poco más sobre el principio físico que reinaba sobre la experimentación. Quizá quería entender de otra manera como era posible que quienes eran partícipes del experimento terminaban con asombro al disminuir su velocidad con los brazos extendidos y un par de pesas en sus manos, y que súbitamente aumente su velocidad al juntarlos al cuerpo.
Sin embargo, tras una breve interacción con aquel caballero, me di cuenta de que no habría explicación válida para él, pues notaba en ese instante como la pseudociencia y el conspiracionismo han abarcado terreno en esta era de la información. En un inicio pensé que lo decía como una exageración, vaya quizá estaba bromeando, pero su seriedad y convicción en las palabras que decía me hicieron pensar lo fácil que son algunas personas de convencer. Se puede cuestionar, ¿qué dijo para dejar atónito a un humilde estudiante?, pues, desde argumentar que la tierra tiene un sol interno en lugar de núcleo con metales fundidos, y que el mismo se encuentra conectado con el sol de nuestro sistema planetario para evitar que la tierra “caiga” en el espacio exterior, hasta hablarme que el desarrollo de la inteligencia artificial es un grave error pues es una obra de las élites para controlarnos. Ciertamente solo escuchaba, no consideré prudente un debate, porque en pequeños instantes al inmiscuir mis argumentos en la conversación se exaltaba vorazmente, así que mejor lo dejaba pasar.
Fue entonces, cuando comprendí que nuestra labor como expositores, como divulgadores de la ciencia hacia un público en general, no es únicamente mostrar experimentos interactivos, es también el incentivar, inspirar nuevas generaciones de científicos que ayuden a promover verdadero conocimiento, el desmentir ideas sin fundamento que quieren hacerse pasar por ciencia real, motivar a que se cuestionen, porque es desde la duda, desde una simple pregunta, de donde nace el desarrollo de nuestros saberes, es con la curiosidad, con el ansia de discernimiento que podemos dar un paso más en la evolución de la ciencia y por ende del ser humano.